Por Jimena Zahn
Calentamiento global, cambio climático, efecto invernadero, son conceptos de una misma familia semántica de la que por desgracia, o por fortuna, estamos cada vez más concientizados.
Pero este fenómeno va más allá de la conciencia y, si no se toman medidas prácticas con urgencia, podría acabar con la vida de medio millón de personas al año, dejando a 250 millones de personas sin acceso a fuentes de agua fiables y a más de 100 millones expuestas a inundaciones, hambrunas, estrés térmico y conflictos sociales.
Por ello, resulta imperativo buscar soluciones y alternativas para frenar y ralentizar los efectos devastadores del cambio climático y es aquí donde se abre paso esta innovadora rama de la ciencia: la geoingeniería.
Entorno a los 2000, cuando la cuestión ambiental empezaba a hacerse cada vez más eco en la sociedad, comenzaron a desarrollarse en los centros del saber más prestigiosos del planeta, como la Universidad de Harvard, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, EE.UU.) y la Universidad de California en los Ángeles, grupos de investigadores que proponían soluciones ante el calentamiento global a través de la propia manipulación del clima.
Fueron muchos los científicos que catalogaron la geoingeniería como “desesperada” y “fantasiosa”, pero en un marco donde se estima que para 2100 la temperatura global será 5° superior, cualquier solución es válida y valiosa.
La “cosecha de las nubes”
David Mitchell, colaborador del Instituto de Investigaciones Desérticas de la Universidad de Nevada, propone una ingeniosa medida para enfriar el planeta que se conoce como la “cosecha de las nubes”.
Este físico atmosférico estudia cómo las nubes, o cirros fríos de la troposfera superior, están formados por diminutos cristales de hielo que devuelven la radiación hacia la atmosfera, reflejando el calor hacia el exterior.
Por otro lado, las nubes que contienen menos cristales de hielo hacen un efecto de “manta” sobre la superficie terrestre, al absorber el calor y elevar la temperatura.
En 2005, cuando el científico trabajaba en el Centro Nacional de Investigaciones Atmosféricas de Boulder (EE.UU.), comenzó a estudiar la influencia del tamaño de los cristales de hielo sobre los cirros y ahí descubrió que los cristales más grandes, que se forman en presencia de partículas de polvo, producen cirros más delgados y, por ende, nubes más pequeñas que atrapan menos el calor y reflejan más radiación.
En conjunción a esto, el científico atmosférico Dan Czizo publicó en la revista Science en 2013 un artículo que afirmaba esta teoría de como la formación de cristales alrededor del polvo, también conocida como nucleación heterogénea del hielo, determina el tamaño de las nubes.
Gracias al satélite Calipso, lanzado por la NASA en 2006, el grupo de Mitchell pudo analizar que existen dos tipos de cirros en base a su formación: las nubes que dominan las latitudes medias, cubriendo sobre todo Sudamérica y África, cuya formación de cristales depende de la presencia de polvo, es decir, se forman mediante la nucleación heterogénea.
Por otro lado, existen también los cirros de alta altitud, que se forman en condiciones muy frías y húmedas, cerca de los polos y especialmente en invierno y el las cuales los cristales de hielo se forman de manera espontánea, es decir, sin la presencia de polvo.
Son estas las de mayor interés para Mitchell puesto que la teoría de este reside en rociar cada año, en los meses de invierno a través de drones, en las latitudes superiores del planeta, toneladas de partículas muy finas que simulen el polvo, para favorecer la formación de cristales de hielo más grandes de los normal que generen cirros más finos que disipen el calor, disminuyendo el efecto “manta” y enfriando poco a poco el planeta.
Si este plan revolucionario se efectuase a gran escala, según un estudio independiente ejecutado por la Universidad de Yale, las temperaturas podrías bajar hasta 1, 4° con respecto al aumento producido desde la Revolución Industrial.
El efecto “volcán” para el enfriamiento de la Tierra
Otro enfoque de la geoingeniería viene del aporte de físico David Keith, el cual, en vez de centrarse en el fenómeno de dispersión de las nubes, se centra en la geoingeniería solar y busca imitar el efecto de las erupciones volcánicas.
Tal y como cuenta el escritor Jeff Goodell en su libro The Heat Will Kill You First: Life and Death on a Scorched Planet, cuando el volcán Pinatubio entró en erupción en Filipinas en 1991, lanzó 15 millones de toneladas de ácido sulfúrico a la atmosfera, lo que provocó que la temperatura disminuyera 1° durante un año en la zona.
La idea de Keith es exactamente eso: rociar lo que se conoce como aerosoles estratosféricos, en este caso, ácido sulfúrico a la atmósfera, para que se acumule y actúe como un reflector de radiación y calor, disminuyendo la temperatura terrestre.
Esta técnica por muy efectiva que pueda parecer, tiene muchos riesgos de impacto: el ácido sulfúrico es un contaminante del aire que produce efectos severos en el humano.
Otra crítica que se le hace a esta propuesta es la periodicidad con la que se tendría que aplicar los aerosoles, ya que el ácido sulfúrico se mantiene en la atmosfera solo dos años, algo que para Keith es altamente positivo ya que permitiría una gradualidad y, en el caso de no obtener los resultados esperados, se podría realizar los ajustes necesarios.
Para el físico, en casi cualquier intervención hay riesgos y beneficios pero, según él, esto no debería ser un argumento para dejar de investigar.
Keith argumenta que, a pesar de ser riesgoso, se tendría que comparar la cantidad de muertes por año debido a la contaminación del aire y la cantidad por calor, sobre todo en países subdesarrollados.
Además de esto, el científico afirma que esta técnica debe mantenerse en latencia en tanto y cuanto todavía no existen los requerimientos científicos necesarios para llevar acabo su idea de manera eficiente y segura.
Un mar de riegos y efectos desconocidos
Es innegable que la geoingeniería a escala global conlleva ciertos riesgos. Existe una alta probabilidad de que tengamos que enfrentar la difícil decisión entre aceptar los riesgos evidentes del cambio climático o arriesgarnos a los efectos incognoscibles de la geoingeniería.
El profesor Alan Robock, experto en ciencias medioambientales de la Universidad Rutgers (EE.UU.), ha elaborado una lista de 27 riesgos y preocupaciones relacionados con esta tecnología, incluidos sus posibles efectos perjudiciales sobre la capa de ozono y su capacidad para reducir las lluvias en África y Asia.
Robock expresa su inquietud de que la geoingeniería pueda ser demasiado peligrosa para ser implementada. Como él mismo indica: “No sabemos lo que desconocemos. ¿Deberíamos confiarle a un complejo sistema técnico nuestro único planeta que se sabe albergar vida inteligente?”.
Por su parte, Cziczo del MIT es aún más categórico: “Sabemos que el problema radica en los gases de efecto invernadero; por lo tanto, la solución debería ser eliminar esos gases en lugar de intentar implementar algo que no comprendemos en absoluto”.
Las inquietudes sobre la investigación en geoingeniería generan en la comunidad científica una serie de preguntas sin respuesta, y posiblemente imposibles de contestar, en relación con la gobernanza internacional, algo que no puede pasar inadvertido: ¿Quién decidirá cuándo activar una intervención? ¿Cómo determinaremos las temperaturas “adecuadas” cuando estas afecten a diferentes naciones de manera significativa? ¿Podría ser responsabilizada una sola nación por los efectos negativos de su intervención en el clima de otro país? ¿Podrían estas herramientas ser utilizadas con fines agresivos contra otro país? ¿Y podrían los conflictos derivados de estas cuestiones desencadenar una guerra?
Una nueva oportunidad
Sin embargo, Daniel Schrag, climatólogo de la Universidad de Harvard, planteó una perspectiva diferente, sugiriendo que el futuro más aterrador podría ser aquel en el que la geoingeniería nunca se desarrolle ni implemente.
“No creo que la gente comprenda realmente la magnitud del desafío climático que enfrentamos. Los escenarios más probables a largo plazo son devastadores para las generaciones futuras, absolutamente devastadores”, afirmó el experto.
Presentando diapositivas que evidencian la alarmante pérdida de hielo marino en el Ártico y la Antártida en los últimos meses, Schrag enfatizó que el cambio climático ya está generando efectos visibles más rápido de lo esperado.
Señaló que es difícil imaginar un escenario en el que logremos reducir los niveles de gases de efecto invernadero lo suficientemente rápido como para evitar consecuencias mucho peores: la cantidad de gases que ya hemos liberado probablemente garantice al menos un grado más de calentamiento, incluso si detuviéramos las emisiones de inmediato.
En su opinión, esta dura realidad nos exige abordar las difíciles preguntas que suscita la geoingeniería. Schrag concluyó: “En cada caso que he analizado, [la manipulación del clima] parece ser una mejor opción que dejar que las temperaturas sigan aumentando. Dada la situación actual y la complejidad de reducir las emisiones, es una cuestión que verdaderamente debemos considerar”.
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